Andrés pertenecía a una larga casta de aguadores en su
familia. Su bisabuelo fue el primero en pasearse por las playas ofreciendo
vasos de agua. Tal cual. Ni botella de plástico ni leches. En aquella época, si
un desconocido te vendía un vaso de agua era un buen samaritano. Hoy en día,
seguramente sería un psicópata que pretende envenenarte ácido sulfúrico
mezclado con agua del grifo. Cada verano, Andrés continúa esta tradición por la
Barceloneta, con una nevera a la espalda llena de botellas frescas que vende a
dos euros. Se forra. Eso sí, no todo el mundo puede aguantar tantas horas al
sol cargando semejante muerto encima. Siempre dice lo mismo, que este año será
el último, que ya no puede más con la espalda para lo joven que es, que se
merece unas vacaciones como todo el mundo, pero lo lleva haciendo desde que era
un mocoso, y realmente, no se ha dedicado a otra cosa. A veces se sienta en la
playa al atardecer cuando ya no queda apenas gente, mira su mochila y piensa
que si algún día tiene hijos, esa mochila les servirá para llevar libros y apuntes
a la universidad. Lo que Andrés no sabe es que su padre, su abuelo y su
bisabuelo, pensaron exactamente lo mismo. Puede que algún día… tal vez.
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