2 de enero de 2014

HISTORIAS IRREALES EN LA PLAZA REAL. CRISTINA, ANA, O QUIEN SEA YO


Cristina vivió la infancia más feliz que cualquier muchacha pudiera desear. Unos padres excepcionales, un hermano pequeño con el que compartir culpas, amigos con los que vivir inocentes aventuras, vacaciones en familia y algún amor de verano en la costa brava. Corrió la mala suerte de cruzarse en el camino de una deprimida embaucadora sibilina una nublosa tarde de domingo, habiéndola condenado de por vida. Ya se sabe, la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Y Cristina destilaba felicidad por cada poro de su piel. Sus ojos, hasta ahora testigos de una buena vida, quedaron petrificados a voluntad propia. Después del encontronazo, lloró por la muerte de un familiar cercano sorprendiéndose a cada lágrima de que no era para tanto, progresivamente dándose cuenta de que no lo conocía para tanto y finalmente acabó por reírse de sí misma diciendo que no conocía a ese abuelo del que todo el mundo le hablaba. Con el tiempo, y con una memoria propia de un avanzado paciente de alzheimer, se dio cuenta de lo absurdo en lo que se habían convertido sus ojos; que con cada lágrima, un recuerdo huía de su mente. Sin querer llorar y gritando en su defecto, rió y rió hasta rozar la locura y pensó... que llegaría el momento en el que lloraría hasta perder la memoria.

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